martes, 29 de septiembre de 2009

UNA MUJER DE OVARIOS.-.-.-.-.-.-

Los ovarios de Eva
REVISTA ALGARABIA EDICION NUMERO 60
por Luis Muñoz Fernández
Procedentes de Sassari, un pueblecito de Cerdeña, Rita y Cristina Parodi llegaron con sus padres a París en el otoño de 1829. A pesar de su éxito en Italia, la capital francesa no recibió bien a la pareja de siamesas. Los magistrados parisinos, muy quisquillosos en lo relativo a la decencia pública, no permitieron que el matrimonio Parodi exhibiese a sus hijas y, con ello, los privaron de su única fuente de ingresos. Se mudaron a las afueras de la ciudad y así pudieron ganar algunas monedas que numerosos médicos y filósofos les pagaron con tal de poder ver en privado aquel prodigio de la naturaleza. A pesar de estar conectadas en la parte inferior del tronco y tener solamente un aparato genital y un par de piernas entre las dos, Cristina y Rita eran claramente distintas. Mientras que Cristina lucía saludable, vigorosa y tenía un apetito voraz, Rita era débil, quejumbrosa y su piel siempre tenía un tono azulado. Expuestas a las inclemencias del clima, Rita adquirió una bronquitis aguda con grave dificultad respiratoria y murió. Tres minutos después, Cristina emitió un grito lastimero y también falleció. Al poco tiempo, acudió una delegación de anatomistas con la intención de disecar los cuerpos. La autopsia se realizó en el anfiteatro del Museo de Historia Natural, situado en el Jardín Botánico. Entre los asistentes se encontraba Georges Cuvier, el más distinguido anatomista de Francia, conocido como «el Aristóteles francés» y Étienne Geoffroy Saint-Hilaire, a quien hoy se atribuye la fundación de la teratología, la ciencia que estudia las alteraciones del desarrollo embrionario. Pronto se hizo evidente la causa de la frágil salud de Rita Parodi: su corazón tenía graves malformaciones. Las dos columnas vertebrales confluían en una sola pelvis. Los dos tubos digestivos terminaban en un recto común. Aunque cada una tenía su dotación de útero, trompas y ovarios, compartían una misma vagina. Al acabar la disección, su esqueleto fue hervido durante varias horas y luego se puso en exhibición.


Desde tiempos muy antiguos los seres humanos malformados han despertado la curiosidad del hombre. Las ideas sobre la causa de estas desviaciones han sido muy variadas. Algunos opinaron que se trataba de una influencia diabólica o que constituían amenazas enviadas por Dios cuando los progenitores, o los habitantes de la comunidad en donde éstos vivían, habían cometido algún pecado grave. Para ellos, las malformaciones eran una manifestación de la ira divina. Sin embargo, otros opinaron todo lo contrario. El que existiesen seres humanos malformados era una prueba de la infinita capacidad creadora de Dios, que no se limitaba a las formas que consideramos normales. Durante los siglos XVII y XVIII, el conflicto ente estas dos formas opuestas de pensar llegó a ser conocido como «la querella sobre los monstruos» y en ella varios anatomistas franceses se enfrentaron durante décadas. Pero esta pugna iba mucho más allá. Representaba la lucha entre los proponentes de dos teorías rivales que explicaban en aquel entonces el desarrollo de los embriones. Los preformacionistas creían que todos los seres humanos ya existían completos aunque diminutos en los ovarios —ovistas— de su madre o, con menor frecuencia, en el esperma —espermistas— de su padre. Esta teoría implicaba que todas las generaciones de la humanidad estaban ya preformadas y contenidas en los ovarios de nuestra madre común, la bíblica Eva. Los oponentes, partidarios de la epigénesis, creían que los embriones no estaban preformados y que se empezaban a desarrollar a partir de la fertilización. Hoy sabemos que la respuesta está en un punto intermedio entre ambas posturas. Tanto los óvulos como los espermatozoides contienen la información complementaria para la formación de un ser humano. Se necesita la fusión de ambos —fertilización— para que empiece el desarrollo de un nuevo ser. No es un pequeño embrión lo que viene preformado en las células germinales de los padres, sino la información química necesaria para construirlo. Hoy, gracias a la investigación científica, sabemos mucho más sobre este complejísimo proceso mediante el que llegamos a ser individuos autónomos. El huevo o cigoto, la célula madre de todas nuestras células, se multiplicará en decenas y centenas de células hijas que adoptarán primero la forma de un disco, luego, mediante dobleces y torsiones, constituirán una esfera multicelular y, tras varios cambios adicionales de forma, se convertirán en un pequeño embrión en el que puede reconocerse la cabeza, el tronco y las extremidades. El diseño y puesta en marcha de la formación de un cuerpo humano sigue minuciosamente un plan previamente trazado y plasmado en algunos de los libros que forman la biblioteca química de la vida: nuestro genoma, escrito con un ácido al que llamamos ácido desoxirribonucleico —ADN—. Cada una de las instrucciones o genes de este asombroso “manual del usuario” nos indica, entre una infinidad de detalles, dónde debe quedar la cabeza, cuántos brazos, manos, dedos, ojos y orejas debemos tener, dónde van colocados los pulmones, si el hígado estará a la derecha y el bazo a la izquierda y hacia dónde debe orientarse la punta del corazón. La mosca de la fruta que, haciendo honor a su nombre, ha sido de lo más fructífera para la ciencia, nos sirve para entender cómo funcionan estas instrucciones que forman el plan arquitectónico del cuerpo de los seres vivos. Como nosotros, el cuerpo de la mosca está hecho de partes o segmentos cuya aparición en la larva del insecto (equivalente de nuestro embrión) está dictada por la lectura de instrucciones químicas llamadas genes homeobox. En la mosca, los genes homeobox coordinan la aparición de dos antenas en la cabeza, un par de alas en el tórax y ningún apéndice en el abdomen. Genes homeobox similares a los de las moscas han sido descubiertos también en el hombre.

Llegará el día en el que los científicos descubran y comprendan el vasto, intrincado y maravilloso plan para construir un cuerpo humano. La profecía contenida en la frase que acabo de escribir despierta no pocos temores y nos remite a la famosa novela de Mary W. Shelley: Frankenstein o el nuevo Prometeo.


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